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Miguel González

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¡A las barricadas (ciudadanas)!

Mi segunda aproximación al movimiento del 15-M fue, por así decirlo, más pedestre que la primera vez. En aquella ocasión, en la Puerta del Sol, cuarenta y ocho horas después de la debacle de mi partido, el PSOE, en las elecciones autonómicas y municipales, tuve la oportunidad de votar, o mejor dicho, decidir, pues el voto es una acción corrompida por los políticos, al decir de los líderes ciudadanos, acerca de la retirada de la cartelería alusiva a la praxis del movimiento colocada sobre los pequeños comercios del centro de Madrid y que, al parecer, originaba un quebranto económico de considerables dimensiones a sus atribulados propietarios. “¡O Rubalcaba los echa o mañana traigo un bidón de gasolina!”, llegó a amenazar un indignado con los indignados, harto de no vender ni un MARCA en su quiosco de periódicos desde hacía días.

 El caso es que mi segundo contacto con miembros representativos de DRY tuvo lugar en su terreno de juego preferido, las redes sociales, en concreto Facebook. Ahí me hicieron saber, entre otras consideraciones de distintos matices y pareceres dispersos, que soy un “corrupto ético”, pues contribuyo desde mi escaño en el Congreso de los Diputados a mantener un statu quo que deteriora la convivencia democrática en España y atenta contra las condiciones de vida de la gente. De idéntico tenor, se me recordaron mis innumerables privilegios otorgados por mi condición de parlamentario nacional (ignorante de mí, desconocía que dispongo, entre otras dádivas a costa del contribuyente, de vehículo oficial con chófer en la capital y que tengo a mi disposición una Visa Oro para fundírmela en episodios lujuriosos y gastronómicos de variada índole), e incluso un indignado que probablemente, aventuro, no ha leído a Stéphane Hessel, me espetó: “¡Sinvergüenza! Ajolá (sic) venga Dimas y los vote (sic) a todos los del PSOE”. No obstante, entre improperios, exabruptos e insultos varios, uno que se autocalificó “indignado, pero menos”, abogó por mantener el diálogo con los partidos políticos y otras instituciones democráticas.

Días después, en una entrevista en la SER, tres jóvenes miembros del movimiento reconozco que tuvieron la virtud de helarme la sangre. Tras desgranar un imponente listado de másteres, idiomas varios y especializaciones en ciencias difusas, los representantes auténticos y únicos de los ciudadanos y poseedores de la verdad absoluta en asuntos democráticos, sentenciaron: “nada tenemos que hablar con los políticos, porque no representan a nadie, solo a sí mismos”; “no creemos en los partidos políticos, deben desaparecer”; “los afiliados del PSOE deben irse de ese partido”; “las instituciones no sirven”; “la democracia no sirve”; “el sistema está corrupto”; “yo no dialogo con políticos”, etc, etc. Terminó la entrevista, y los tres jóvenes indignados, supongo, retomaron la calle para continuar impartiendo lecciones magistrales de educación para la ciudadanía.

 A mí me dio por echar la vista atrás y eso que ahora denominan tormenta de ideas me invadió y me colocó en estado melancólico. Me dio por pensar en los cientos de miles de personas que, desde partidos políticos, sindicatos y otras organizaciones sociales, han perdido la vida para que en la actualidad disfrutemos de un marco de convivencia democrática ejemplar. Pensé en lo que hemos avanzado, en la consolidación de un estado de libertades que en España es muy potente. Traté de no hacerme mala sangre y no pensar en salvadores de la patria ni en vendedores de elixires mágicos que todo lo curan. Imaginé a todas las fuerzas políticas, sociales y culturales de carácter progresista en este país construyendo un cortafuego sólido y creíble para cerrar el paso a los Tea Party españoles, al pensamiento retrógrado de Faes, a la cúpula episcopal de tipo inquisitorial que promociona el actual papa o a la involución social y democrática que quiere implantar la derecha nacional y que todos los días jalea su mediática claque ultra desde la TDT. Concluí que es posible, que pese a las diferencias ideológicas o los resentimientos del pasado, existe la posibilidad de encontrarnos en lugares de diálogo y en espacios comunes de convivencia.

Tuve la certeza, una vez más, de que la agitación social y la protesta colectiva conciernen a la izquierda, que el PP ni quiere ni tiene nada que decir sobre el 15-M excepto exigir al Gobierno socialista que azuce a la policía contra los manifestantes, y que la toma del poder político por parte de la derecha más a la derecha de cuantas derechas pululan por Europa, si se consuma, será una tragedia de incalculables dimensiones para las conquistas sociales y cívicas instauradas por la socialdemocracia europea desde mediados del siglo pasado.

Así que el panorama, en mi modesto entender, se presenta desolador, excepto si tuviera cabida el entendimiento y la convergencia de objetivos políticos en forma de barricada ciudadana, para cerrar el paso precisamente a aquellos que han provocado la actual crisis económica internacional y han enviado al desempleo a millones de personas en todo el mundo. Hablo de los defensores del “más mercado y menos estado”, de los exégetas de la liberalización bestial de todo el suelo público para ponerlo al servicio de los especuladores, de los portavoces de la primacía de lo privado frente a lo público, de los hastiados del engorro de un sistema sanitario o educativo gratuito, de calidad y universal, de los que se felicitan todos los primeros de mes, cuando consultan la EPA…; son ellos, cuyos telepredicadores digitales definen como “perroflautas” a los integrantes del 15-M y acusan a Rubalcaba de connivencia y protección del movimiento.

Sí, se puede. Se puede parar. Sin miedo, con la potencia moral de ejercer de ciudadanos, como diría Krugman. Claro que se puede. ¿Cómo? Con más tolerancia, con más transparencia, con mayor cohesión social, con más izquierda, con más participación política, con más democracia…

 

Miguel González

Diputado nacional del PSOE (Lanzarote)