Llevamos días enfrascados en la polémica sobre el pin parental, una suerte de botón virtual que apaga la pantalla educativa cada vez que los padres y las madres deciden que el contenido de la materia a impartir en el aula no es de su gusto.
Al margen de lo distópico del término, -¿imaginan a una legión de menores recibiendo las clases en línea desde sus dormitorios, sin necesitar quitarse el pijama, dar un paso o relacionarse con otros?- la respuesta que me parece más adecuada de las cientos que ha generado esta exigencia de los de VOX es la reducción al absurdo.
Ya lo he leído por ahí: Si los progenitores son republicanos, día libre al niño el día en que se habla de las monarquías: si son comunistas, nada de enseñanzas sobre el capitalismo; si son veganos, cuando se trate de la condición omnívora del ser humano te quedas en casa; nada de clase de historia de las religiones para los escolares de hogares ateos y si en la familia se defiende la homofobia, fuera la lección sobre diversidad sexual.
Es evidente que la enseñanza no se imparte a la carta. En esto, como en todo, solo los más pudientes podrán elegir el centro que se adapte como un guante a sus ideologías y convicciones, en el afán de que los descendientes hereden y defiendan los valores familiares. La construcción del espíritu crítico y del criterio personal parece ser algo de importancia menor entre los defensores del pin parental.
Pero en lo tocante a la educación, como en todo lo público, es la ciudadanía quien decide de común acuerdo el diseño de los contenidos lectivos. Lo hace a través de las urnas, designando a quienes se responsabilizarán de la tarea enorme de formar a nuestros menores y jóvenes, pilares de la sociedad futura.
Una sociedad que es diversa y plural, que piensa distinto pero que alcanza consensos, que progresa a través del diálogo, veganos y carnívoros, agnósticos y religiosos, republicanos y monárquicos, heteros y LGTBI…
Soy diputada pero también soy profesora. Y considero que además de los conocimientos y de la oferta de contenidos, la escuela enseña al alumnado a ser independiente, a reflexionar, a tener pensamiento crítico, a elegir sus valores e inquietudes, a reaccionar ante la injusticia, a analizar la información que recibe a diario, a respetar, a creer en la igualdad a querer bien y a vivir en paz.
Confiemos en que los pactos alcanzados en los gobiernos de Murcia, Andalucía y Madrid no obliguen a instaurar una censura educativa que nos sitúe en el universo de Fahrenheit 451… Por cierto, en los institutos de Lanzarote se lee a Ray Bradbury desde los 16 años. Nada como la literatura para hacer frente a la represión de las ideas.
Ariagona González, diputada del PSOE