Perdiste general. Te ganó la muerte. Y no te cabe el consuelo de que a todos le gana, que no es cierto. A algunos, a muchos, no les vence, les llega, simplemente. O no tan simple, que a veces llegó empujada por ti, a deshora.
Esa vieja conocida, la muerte, fue tu compañera. De tanto conjurarla, de tanto hacerla tuya, de tanto dispensarla sin medida, la imagino enrollada a tus huesos, mezclada con tu alma, poblando tus pesadillas. Esperando. Esperando que tocaras tú.
Sin prisa, esa muerte que para otros, apresurada por ti, fue temprana, esperó. Esperó cuanto hizo falta. Esperó hasta que jueces valientes te desnudaron de inmunidades cobardes. Esperó hasta que se pudo probar que tu falso patriotismo era interesado, con relleno de millones evadidos y aliñado con cuentas numeradas. Esperó a que no pudieras salir de casa, retenido, tú que fuiste amo de vidas y libertades.
Que muerte más adecuadamente demorada. Te negó el placer de que marcharas en el culmen de la falsa gloria de honores y medallas. Cuando eras el hijo predilecto de la América más rica, el guarda glorificado, el capataz ennoblecido.
Perdiste general. Te ganó la muerte. Tu amiga forzada se cobró venganza, traicionándote. Esperó a que afloraran tus miserias. Permitió que la distancia de tus actos aclarara el juicio. No te quedó el consuelo de creerte augusto, qué nombre más mal puesto, aunque fiero. El león convertido en chacal, la pantera en hiena.
Tu cobardía te hizo fingirte enfermo. Renegaste de tus actos, desconociste tus órdenes, negaste responsabilidades. Sumaste infamia y oprobio a la crueldad que tuviste con tu propio pueblo, a la traición que hiciste a tu uniforme.
Que muerte más exquisitamente demorada. Permitió que la historia pequeña, la del día a día, la de los diarios y las revistas, la de la radio y de la tele, enseñara tu cara y tus miserias.
La historia te ha juzgado, Augusto Pinochet Ugarte. Condenado a muerte. A una muerte que ahora te vence, llevándote deshonrado.