María Dolores Rodríguez
El impacto del virus sobre nuestras vidas ha sido extraordinario. Los viejos gestos, hábitos, maneras de relacionarnos y de estar en sociedad han sufrido una honda transformación, a la que empezamos a acostumbrarnos. Como seres resilientes, sabemos hacer de la crisis oportunidad y atisbar entre las ruinas del presente el brillo de un mañana que siempre puede mejorar el hoy.
La escuela, el espacio donde se interiorizan los valores y las reglas de sociabilización pactadas por la colectividad, también ha experimentado un terremoto de una enorme magnitud que, sin embargo, no ha dañado sus cimientos.
La convicción de la educación pública como trampolín de equidad, la presencialidad como fórmula para la construcción de los primeros afectos y lealtades del alumnado fuera del círculo familiar, el aprendizaje del trabajo en equipo, de la convivencia, del respeto y la tolerancia, son todos valores que han sobrevivido a la enfermedad y al pánico.
Me siento enormemente orgullosa de pertenecer a este grupo de profesionales valientes, a un oficio de gente dispuesta a desafiar la incertidumbre para mantener el reto de cualificar la formación y el aprendizaje de nuestra infancia y juventud, pese a que la coartada de la covid parezca servir para todo.
Docentes con cinturones de los que cuelga gel hidroalcohólico, guantes, mascarillas de reserva y un reloj que avisa de las horas de ventilación, siempre en disposición para asumir la carga extra de promover proyectos de externalización e idiomas, o de conocimiento de nuestro sector primario o de prevención de la violencia en el aula, o de formación familiar…
Docentes que tienen el mismo miedo que el resto de la ciudadanía a caer enfermos, a ser vector de contagio de familiares, al confinamiento y la reclusión que maniatan e inhabilitan para las tareas más cotidianas, cruzan cada mañana las puertas del colegio o del instituto con una sonrisa para cumplir con la tarea más importante del mundo: ser parte de la tribu que educa a la ciudadanía del mañana.
El pasado viernes, 27 de noviembre, celebramos en nuestro país, con menos impacto del merecido, creo, el Día del Enseñante, en un año en el que sin duda es necesario el reconocimiento público y social a un colectivo que ha demostrado su compromiso con trabajo planificado, en un momento en el que la enseñanza pública de calidad y las acciones preventivas han debido y aún deben ir de la mano. Y en este punto, sin olvidar la complicidad y el respaldo del resto de la comunidad educativa. Pese a los nervios, pese al miedo.
En Canarias celebramos ese día la entrega de nuestras distinciones Viera y Clavijo, de reconocimiento a trayectorias docentes y a centros educativos ejemplares. Fue emocionante, fue bonito, quizá fue insuficiente, siempre son muchas más personas y equipos quienes las merecen. Tal vez deberíamos agradecer públicamente y a diario, las gestas de nuestro profesorado, su vocación inacabable y su compromiso con la escuela del futuro.
En todo caso y, de nuevo, gracias.
María Dolores Rodríguez, viceconsejera de Educación, Universidades y Deportes.